Milcíades Arévalo | Las Últimas Alegrías
"¡Tú y tu miserable maquinita de escribir!
¡Tú y tus miserables cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!"
Charles Bukowski
Me disponía a comenzar las labores del día cuando de pronto se abrió la puerta y entró la esposa de don Hiparco. La luz mortecina que se asomaba por la ventana la hacía ver más luminosa que cientos de bombillos de magnesio. El día de por sí era bastante lluvioso como para que doña Julietta entrara a mi oficina a pintarse los labios.
—Dentro de poco escampa —le insinué. En vez de comprobar si era cierto, se sentó en el escritorio, encima de la foto de Rimbaud que yo tenía debajo del vidrio. Trató de acomodarse mejor, pero estiró las piernas más allá de lo acostumbrado y se le cayó un zapato. Me tiré al piso y se lo alcancé.
—No seas tímido, muchacho... —susurró y estiró el pie.
Cuando uno está haciendo parte del engranaje laboral, inconscientemente termina por aceptar todo lo que le ordenan para evitarse disgustos. Con delicadeza le levanté la falda, le ajusté las medias y le calcé el zapato. No dijo nada. La besé.... Cuando estaba a punto de derretirse se recostó sobre el vidrio y comenzó a menearse de tal modo que empezaron a moverse las sillas, el escritorio, los archivadores, el edificio, la ciudad entera. Por un momento pensé que por la ventana había entrado un rinoceronte, que don Hiparco me había dado un garrotazo en la nuca, que los empleados de la empresa me aplaudían a rabiar; nada de eso era cierto:
—¡Pucha! ¡Se cayó el computador! —grité angustiado.
Doña Julietta se bajó del escritorio, se subió los calzones, se abrochó el liguero y alisó la falda como si no hubiera pasado nada. Sin embargo tuve la entereza de manifestarle que con sus nalgas me había arrugado la foto Rimbaud.
—¿Es tu hijo? —me preguntó displicente.
—Es mi santo, mi pana, mi verdadero patrón —le dije con rencor.
—Parece un gamín —dijo displicente.
Me sentí humillado como un pobre, mucho más cuando me pidió que la acompañara al parqueadero y tuve que ponerme el abrigo. Al ver las hilachas que le colgaban, se quedó mirándome como si por primera vez se diera cuenta de que yo también era humano.
—Te voy a regalar un abrigo y un paraguas que Hiparco ya no usa.
—¿Cómo voy a pagarle tanta bondad, doña Julietta? —le pregunté ansioso.
—Tú sabes, muchacho... -dijo levantando el brazo como un mecánico. Se subió al auto y salió del parqueadero haciendo chirriar las llantas contra el pavimento bañado por la lluvia.
Siempre había deseado tener un auténtico abrigo de piel de camello como el de Jean Baptiste Clemence, el personaje central de La Caída, para deslumbrar a todo el que se atravesara en el camino. Cuando Usina me viera luciendo tan exquisita prenda traída directamente de París, de seguro dejaría de tratarme como si yo fuera una mascota. Frecuentemente me vaticinaba un porvenir triste: "—Algún día terminarás por ahí como una mascota sin dueño".
El camino que recorrí en compañía de mi perro, fue el de un niño que soñaba que todo lo que veía era mío. Ese fue mi fracaso, soñar lo que no debía. De mis fracasos se han alegrado muchos ¡Y de qué modo! A los muchos obstáculos que me impidieron triunfar en la vida, debo sumar el torso deforme, la pierna torcida, la lengua biforme y la miopía. No era un galán en modo alguno, pero era vibrátil y candente como una varilla de cadmio. Odiaba las órdenes, los horarios, los reglamentos y todo porque quería que me amaran.
Usina era mi novia, pero no lo parecía. Tenía sus sueños, sus celos, sus temores, pero me echaba la culpa de todas sus desgracias. Usina era un ángel y un demonio también. Me decía palabras de amor y era cruel todas las veces que quería. A veces me chupaba como a una banana en almíbar y otras veces ni siquiera me daba un beso al despedirse. Usina era de seda cuando estaba vestida y de fuego cuando estaba desnuda. "Rica, riquita, dulce de manzanita". Yo la besaba por todas partes, no oyendo sino su risa, sus gemidos de felicidad, sus espasmos de dicha y le hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación. Le aplicaba los labios insectamente al estilo Bogart y le mordía el cuello, las teticas, las nalgas, el lomo, la cerviz, el morro. Los días eran azules y las noches de amor.
Usina se fumaba todos los tabacos que le pusieran por delante y muchos más. Como vivía fumando a toda hora, una noche quise darle una sorpresa. Me puse el abrigo, compré una paca de tabacos y fui a llevársela. Golpeé delicadamente en la puerta de su casa, para que los vecinos de la cuadra no asomaran su testa por entre los barrotes de sus jaulas y comenzaran a murmurar lo indecible. Sucedió todo lo contrario. En pocos segundos la calle se llenó de curiosos. Unas mujeres horribles dijeron que era muy tarde para que un caballero tan elegante fuera a hacerle visitas a una vagabunda. Otras opinaron que no había que creer en las apariencias, que tal vez lo que yo quería era robarme a alguna de sus niñas y fueron a traer piedras y palos. Sólo entonces Usina abrió la puerta, somnolienta y desnuda. Me recibió los tabacos y me cerró la puerta en las narices. Si al menos me hubiera dado un miserable beso delante de la turba enardecida, yo me habría sentido feliz...
Lo peor que pudo ocurrirme con el abrigo sucedió el domingo siguiente en el parque. El día era tan radiante y soleado que parecía de colores. Tendí el abrigo sobre la grama y me quedé mirando las nubes, pensando en la cara que pondría Usina cuando viera mi abrigo dispuesto de manera que ningún curioso pudiera chuzarle las nalgas.
Un agente del orden acertó a pasar por el lugar haciéndole arrumacos a una enana regordeta. No resistió las ganas de demostrarle para qué servía la autoridad que llevaba al cinto. Se me vino encima, sacó el revólver y me apuntó como a un vulgar ladrón: —"¿Dónde se lo robó?" --me preguntó calculando el valor del abrigo. No me inmuté. —"¿Dónde se lo robó?" -insistió autoritario. Herido en lo más profundo de mi orgullo reviré ofendido: —"¡Soy un ciudadano ejemplar!" Le mostré el carné de la empresa, los papeles de identidad, las recomendaciones de buena conducta, el certificado judicial. —"Su honestidad me importa un culo" -dijo. Estábamos en el tira y afloje de las grandes decisiones cuando llegó Usina con un girasol en la mano. Al ver tanta belleza junta, el agente del orden aprovechó la ocasión para esfumarse por los senderos del parque con mi abrigo y su enana regordeta.
—Era un abrigo muy fino -le expliqué.
—No te preocupes, amorcito. Mañana mismo te compras otro.
Suspiré hondo.
—Un abrigo de piel de camello cuesta un platal.
—¿Un platal? No quiero que mi amor te cause daño, pero ¿de qué vamos a vivir cuando nos casemos? ¿De un miserable salario? —me inquirió rabiosa.
—Mi amor, es cierto que no me pagan lo que valgo, que nunca tengo suficiente dinero para tus tabacos, que perdí el abrigo por discutir con la ley, pero de hoy en adelante seré el mejor —le prometí. Al día siguiente entré a la oficina de don Hiparco a pedirle me aumentara el sueldo.
—¿Qué sabe de poesía? -me preguntó dejando en vilo mi solicitud. En sus ratos de ocio le gustaba escribir alejandrinos, que dominicalmente publicaba en los periódicos.
—He leído algunos sonetos nada más -le respondí inquieto.
Puso en mis manos una revista en la que estaba subrayado el verso de un poeta de las nuevas generaciones: "Mi palabra es la risa de las piedras y los peces".
—Explíqueme eso. Si eso es poesía yo debo estar loco.
El día de por sí era bastante gris como para ponerme a explicarle lo que para mí era más difícil de explicar:
—La poesía no se explica; se vive.
Refutó mi atrevimiento con una cita tomada de La poesía al alcance de todos. Para asombrarme más me leyó unos párrafos acerca del contenido y la forma y otros referentes a la composición y la métrica. Si le hubiera dado la gana me habría tirado por la ventana, pero sencillamente hizo todo lo contrario:
—¡Está despedido!! —gritó manoteando el escritorio como un endemoniado. Traté de averiguar el motivo.
—Mis razones son más poderosas que las suyas.
—Voy a recoger mi paraguas —le respondí solemne como un pingüino. Lo busqué detrás de la puerta, debajo del escritorio, en el baño, en el perchero, detrás del archivador... No era una pretensión de mi parte pero era una joya que me gustaba lucir en todas partes. Tenía una hermosa empuñadura de cedro y su forma aerodinámica lo distinguía entre los demás de su especie. Como don Hiparco seguía con interés mis movimientos, cuidando que no me embolsicara algunas de sus pertenencias, aproveché para darle el golpe de gracia de una vez:
—Seguramente se lo llevó doña Julietta, para no descompletar su colección de antigüedades.
Me enrollé la bufanda al cuello y salí a la calle esquivando a esos transeúntes faltos de pericia en el manejo de sus paraguas; unos no cabían en la calzada por lo grandes y desproporcionados y otros porque parecían alas de cuervo.
Era un atardecer frío, lluvioso, una mierda. Venteaba fuerte. Antes de llegar al puente de la 26 estalló una bomba. La onda explosiva mató a un perro, levantó a un taxi, volvió trizas los ventanales del edificio Colombia. Era amargo y triste pero así era: vivíamos en un país de muertos. Las noticias no eran sino de matanzas, masacres, voladuras de puentes, de torres derribadas. Pueblos masacrados, soldados torturados, niños mutilados, paramilitares, injusticias, ríos de sangre, dolores sin fin...
—¡El mundo se está acabando, carajo! -gritaba un señor de pelo blanco blandiendo un paraguas.
La reportera de un noticiero atribuía el atentado a un comando de la guerrilla urbana. Una pelandusca muerta de hambre le refutó delante de la cámara:
—No mienta, parcerita. El país está lleno de inocentes palomas.
Cuando vi llegar a la policía, me escabullí del tumulto y seguí de largo. Entré a la Cinemateca a ver El Cartero llama dos veces. Si bien es cierto que Jessica Lange hacía temblar sus tetas en cada escena de amor, yo ni siquiera me inmutaba; parecía una araña triste meditando en el fondo de una butaca: "—¿Qué va a pensar Usina cuando se entere que perdí el empleo?" —Le había prometido ser el futuro presidente de la empresa, casarnos, viajar por el mundo en globo, dorarnos la barriga en el Mediterráneo y todo eso. ¡Claro! Yo era el que soñaba. Vivía en función de los números, tenía pesadillas con ellos, yo mismo era un número 12021. Ese número me identificaba entre la muchedumbre haciéndome morder el polvo.
Al llegar al apartamento encontré a Usina tirada en la cama, cubierta apenas por su pelo negro sedosito y las medias zapotes que tanto me gustaban. Mientras le acariciaba la barriguita me puse a recordarle alegrías pasadas, mis sueños de grandeza, lo mucho que la amaba... La maldad me pasaba por debajo de las narices sin hacerme daño.
—¿Qué está pasando contigo? —me interrumpió.
—Perdí el empleo.
—¡Alcánzame un tabaco!
—Mi vida es una suma de desgracias y a ti sólo se te ocurre decir: "¡Alcánzame un tabaco!" ¿Hasta cuándo voy a soportar tanta indolencia tuya?
Seguramente pensó que me había vuelto loco. Jamás le había reclamado nada. Saltó de la cama y se encerró en el baño. Pasó un rato bien largo en el que no se oyó ni un suspiro ni un lamento.
—¿Estás bien? —le pregunté intrigado.
—Hay un puma en el baño.
—¿Un puma?
Se había escapado de un circo de miserias que debutaba en la vecindad, pero era tan inofensivo con las mujeres que ni las ofendía ni las agredía ni las preñaba. Amaba tanto la belleza que prefería la contemplación al goce pasajero. Los jadeos los dejaba para después.
—Seré tuya por siempre, pero por favor, ¡sálvame!
Usina siempre decía lo mismo pero me hacía sufrir lo indecible, ¿en qué mundo vivía? Se oyó un "ay", yo no sé si de gozo o de agonía; después sólo silencio. Presintiendo una desgracia empujé la puerta y entré. ¡Demasiado tarde! Usina se había fugado con el puma. Me hubiera gustado un desenlace menos patético, pero el amor al fin de cuentas, no es más que una comedia.
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