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Juan A. Ahuerma Salazar | El Tigre De La Campagnola

by - mayo 27, 2013





Lloviznaba empecinadamente en la ciudad de Salta. Yo había escuchado historias de tigres. Tigres de la Malasia. Tigres de papel. El tigre dientes de sable. El blanco de la Siberia. Los proverbiales tigres de la China, de rayas negras y amarillas. Y porqué no recordar también a los tigres de Mompracem, de Emilio Salgari, que no eran propiamente tigres, sino piratas. Pero nunca había escuchado la historia de un tigre como éste, desafortunadamente aburguesado. 
   
En la ciudad la tarde había sido propiamente de perros. La llovizna se empecinaba sobre los campanarios, y el viento frío nos remitía a buscar de alguna manera el fuego.
   
Recuerdo que después de dar algunas vueltas por la ciudad, el destino nos llevó, ya bien entrada la noche, a los avatares de un velatorio. El muerto, al parecer, era más o menos importante, si bien no era conocido de todos. Supuestamente habría tenido alguna relación comercial o un parentesco indefinido con alguno de los que allí estábamos. 
  
La noche se había demorado entre los primeros comentarios de rigor, café al coñac, de lo bien que se lo había visto unos días antes, de un sobrino que a la postre quedaría a cargo de su bufete de abogado, de la viuda relativamente joven que dejaba. En fin, que si lo hubieran agarrado a tiempo se podría haber hecho algo. Al rato nomás, cuando la consabida guardia de honor ya iba raleando, se apareció Rierita, que traía una botella chica de fernet disimulada en el bolsillo de su abrigo. Su llegada providencial puso fin a la dictadura del café al coñac en la cafetería. Se había enterado, en la Peña El Cardón, no sé por quién, que estábamos en el velatorio. Su llegada animó un poco la reunión y nos anticipó la posible venida del turco Egab, que se estaba aburriendo con tres amigas en la Peña. No era un refuerzo despreciable a la hora en que el muerto se va quedando irremediablemente solo y únicamente sobrevive una guardia astral de cuenteros y bohemios que no se sabe bien qué relación tienen con el asunto. 


Al rato nomás ya empezaron a contar cuentos, algunos verdes y otros más subidos de tono, hasta que se fue instalando entre nosotros ese tiempo inmemorial en el que uno termina olvidándose de los códigos y la solemnidad que acontecen en ciertas circunstancias especiales. Después llegó el turco Egab con sus amigas, que traían al Pepe Lloret y al Freddy My prácticamente de colados, lo que nos obligó a enviar una comisión en busca de algo más de beberaje que ayudara a sobrellevar el frío físico y del otro, que de tanto en tanto se colaba entre una que otra narración y algún recuerdo. 
   
Ya se había contado el cuento del diablo en el puente Mojotoro y el Cuchi había recibido algunos pésames, dado el hecho de que estaba con corbata, lo que hacía suponer que tenía algún parentesco con el muerto. Insensiblemente fue pasando la noche y ya empezaron a salir historias de negocios turbios y amantazgos, conversaciones de acuerdo a esa hora sin fin en que el filo de la noche amenaza con diluirse en la próxima madrugada. Fue entonces que alguien comenzó a contar la historia de un tigre del Quebrachal al que se le había escapado del baile una gacela, y que siguiendo sus efluvios amorosos se había venido a la ciudad de Salta. En un principio pensé, varios pensamos, que se trataba de otro cuento verde, pero poco a poco la precisión de ciertos detalles nos fue dando la certeza de que se trataba de una historia verdadera. 
   
Se había tratado de un tigre común. Es decir normal, como puede haber sido cualquiera de nosotros. Se había enamorado de una gacela inquieta, de mirada sagaz y pechos turgentes, que le había hecho sentir sensaciones de una pasión quizá apócrifa, pero nueva. Así como así, siguiendo los vahos de esa pasión sentimental se vino para la ciudad y persiguió a la belleza, con el ahínco que lo caracterizaba, por cuanto restaurante o Púb. o reunión de amigos donde ésta se manifestaba. 
   
Dícese que pasó un tiempo prudencial hasta que fue presentado ante la familia, de cierta alcurnia, y después siguieron las cuestiones de forma que todos conocemos. Se dice también que ella se distanció de algunas amigas, que secretamente fantaseaban con las rayas vibrátiles del tigre, con su grave y acentuada voz, con su soberbia manera de andar y de mirarlas. 
   
Es fácil imaginar su paulatina adecuación a los ritmos de la ciudad, a las maneras de la forma. Pero a poco de andar habían empezado a manifestarse los problemas. Su pasión, que a pesar de las predicciones parecía no menguar, se mantuvo en relación proporcional a sus dificultades de conducta. Sus maneras altaneras de andar en musculosa en las mañanas soleadas por el centro de la ciudad ya le habían ganado ciertos comentarios adversos, en especial del sector de los maridos perspicaces que no atinaban a aceptar su relación con la princesa. Un mediodía de primavera atravesó por entre las mesas del club social, dispuestas frente a la plaza en la vereda, sin importarle que dicho corredor estaba tácitamente prohibido a los foráneos. No faltó el señorito que lo increpó, ni el mozo que intentara detenerlo. La riña se generalizó en un escándalo descomunal que terminó con dientes quebrados y quijadas rotas. Si bien la cuestión no llegó a la página de policiales, la hermosa no dejó de hacerle notar, con una cierta frialdad, que una cosa eran las historias truculentas que él podría haber tenido en los montes ignaros del Quebrachal, y una muy otra eran las reglas de la ciudad de Salta, donde su familia tenla un ganado prestigio, y no podía andar así nomás, jodiendo. 
  
Por esa época fue que había empezado a fumar de más, y según algunos que lo conocieron, llegó a consumir hasta tres paquetes entre la mañana y la noche, incluyendo la madrugada. 
  
Empezó a andar de sobretodo gris, sin importar la temperatura en la ciudad, y una visiblemente esforzada manera de sonreír le ganó un pequeño crédito en la sociedad. Llegar a ser un tigre cabal no era nada, lo difícil era sostenerse. 
  
Poco a poco las presiones familiares fueron aumentando, y la llegada de los hijos puso un poco más de sensatez en las cuestiones cotidianas. La gacela, con las artes propias del amor y algunos remilgos, había logrado que se corte regularmente las uñas. Y hasta había conseguido hacer que se ponga unas sandalias franciscanas con la llegada del verano. Lo mismo lo siguieron criticando, sino era por a era por b, y llegaron a decir que la preciosa lo tenía cagando, que ya no era el mismo de antes, que parecía gato de rico y un montón de otras cosas. 
  
Sea porque los rumores no llegaban a su oído, sea porque los ignorara, él se mantuvo tranquilo, como antes. Era su costumbre comprar en un kiosco céntrico a las once de la mañana, sin dejar de preguntarle a las viejitas cuestiones de forma, familiares, y alguna que otra vez intercambió chanzas con el deán de la catedral, que aprovechó  para hacer notar, como en broma, su ausencia inocultable en las misas del domingo.
   
Se dice que sobrellevó, con encomiable estoicismo, ciertos rigores de bautismos y fiestas familiares, a las que debía concurrir con anteojos oscuros para evitar las perspicacias que podrían sobrellevarle alguno que otro brillo sagaz en su mirada. Fue probablemente ese detalle el que generó el comentario de que quizás fuera un mafioso, o anduviera en cosas raras. Las viejas, que en general saben de todo, acordaron en una versión ecléctica que sostenía que el animal padecía de celos patológicos, fundados o infundados, por la gacela, que a más pasaba el tiempo, se iba poniendo más hermosa. No faltó quién dijera que estaba rayado, no del lomo precisamente.
   
En las cuestiones del amor no le iba mejor. Fue precisamente en las fiestas donde se hacía evidente su instinto consuetudinario de tigre rapaz e incivilizado. Pues según se decía, al estímulo de los primeros brindis, entre una rumba y un bolero, no dejaba de deslizar su cola sensual y peluda por unos tobillos incitantes o un escote demasiado profundo. Les metía, sin más, las manos a las viejas, las que no demostraban demasiado enojo, ya que la fama que tenía de tigre sobrepasaba con creces sus expectativas.
   
Las amiguitas de la gacela no tardaron en denunciarlo, aprovechando las tertulias de té con masas en la pastelería Covi, a las que eran asiduas. Desde allí arrojaban sus dardos de envidia y de desconfianza contra el tigre. Nunca faltaba una chirusa conocida de una amiga a la que el despreciable e insaciable felino le había prometido amor eterno. Sin embargo no fueron esas historias respecto de sus correrías las que fueron envenenando paulatinamente su idílica relación con la gacela. Fue otra cosa más sutil que destilaban aquellas tertulias entre un alfajor y una torta alemana. Indefectiblemente llegaba la hora en la que las chicas comenzaban a hablar de las maravillas que eran sus maridos. Una decía que el suyo había sido ascendido a la subgerencia por sus acrisoladas virtudes de honestidad y de progreso. Haydee contaba que su marido era un romántico incurable que en la intimidad le decía "mi princesa". La otra que qué bien se ve que es tu marido, que te corre la silla para que te sientes, lo mismo mío que no se sube al auto sin antes abrirme la puerta, y el pícaro me dice "mi bichito", etc. Y esas cosas. Qué, la gacela ardía de bronca porque ella no podía contar nada de eso. El tigre era un desgraciado, un malevo en las cosas de la intimidad: cómo iba a contar que le decía "que culo hermoso que tenés, putita". Se sentía disminuida ante las amigas y terminaba mintiendo que el tigre le regalaba bombones. Un día una chica le preguntó de qué marca eran los bombones y ella se puso colorada, pues nunca  se había visto una caja de bombones que pudiera regalarle el incivilizado.
   
Poco a poco iba acumulando rencor y muchas noches se arrinconaba llorando en silencio al borde de la cama. El rapaz en tanto soñaba y roncaba a patas sueltas suponiendo que todo estaba bien. Por ese tiempo empezaron a arreciar los intentos de cambiarlo.
   
Le retaceaban la carne y trataron de suplantarle el vino fino, al que era adicto, por jugos o al menos por uno más barato. Le hacían ver los beneficios de ser un tigre vegetariano y lo convencieron de las virtudes afrodisíacas del brote de soja, que comía con poca sal y poco aceite, pero con inocultable escepticismo. Nadie podrá decir que no hizo esfuerzos por cambiar. Bajo los influjos del amor se hizo decolorar la pelambre y hasta usaba pantuflas de paño los días en que se enceraba el piso.
   
Ya hasta macaneaba  menos que antes, pero se sabe que el pasado siempre se aparece para sabotear la dicha duradera. Como los genes tienen sus bemoles y acercan al hombre a su destino, no faltó el incidente que lo pusiera de nuevo en la mira de la moralidad pública. Extrañamente, esta vez colaboraron ciertos rasgos aristocratizantes, como los que tenía a la hora de tomarse un vino bueno. Estando en una peña un viernes a la noche, después de haberse tomado una botella del mejor, cuando pidió la segunda le dijeron que no había más, de ese. Parece ser que lo obligaron a tomar un vino ordinario, de la casa. Y eso de alguna manera ofuscó sus ánimos. El hecho es que a eso de las cinco de la mañana, cuando ya estaban todos medio machados y desentonaban con la zamba de "La Cerrillana", algún resentido quiso tocarle el culo y allí nomás se armó la barahúnda. El despelote fue descomunal y terminaron  peleando todos contra todos, adentro y en la calle, en un zafarrancho que se desplazaba hasta cuadras aledañas y que se fue extinguiendo como a eso de las siete de la mañana. Hubo cabezas rotas, muñecas quebradas y varios detenidos. Y aunque él no figuraba entre éstos ni entre los hospitalizados, quedó sentado ante todos que había sido responsable del tumulto.
   
Desde entonces empezó a salir menos a la calle y prefería quedarse, a la hora de tomar un vino, en una piecita del fondo de la casa.
   
De todos modos una versión aviesa afirmó que la cola que habían tocado no era la de él, sino la de la esposa de un Senador, con la cual, supuestamente, mantenía una relación secreta. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo esa  versión le trajo aparejado un seguimiento minucioso por parte de la brigada de investigaciones, que después de un trabajo arduo de tres meses no logró reunir ni una prueba que lo incriminara, con lo que se demostró que no era otra cosa que un rumor intencionado. Se supone, ahora que el tiempo ha pasado, que esa versión pudo originarse en el club de los osos, que por una cuestión de piel desde hacía un buen rato lo tenían entre cejas.
   
Las críticas infundadas hicieron esta vez profunda mella en su piel, ya decolorada, y apenas si aparecía para ir hasta el kiosco de la esquina o acompañar rigurosamente a su señora de compras al supermercado. Ya había aprendido por entonces a decir en la intimidad "que linda colita que tenés mi amor" y no las porquerías que decía antes. Los chicos del barrio le pusieron de apodo "el tigre de la Campagnola", a la sazón una consabida marca de conservas.
   
El tío de la princesa, que era un chancho del monte al que le iba bastante bien en el comercio, lo visitaba regularmente, con intención y esperanza educativas. En largas tardes de dominó lo catequizaba con  los avatares del acatamiento moral y las conversaciones giraban, irremisiblemente, alrededor de las altas y las bajas en la bolsa de comercio.
   
Poco a poco fue perdiendo su condición de tigre y vivía preocupado por el caos social que sobrevendría de suceder una mentada crisis económica. Ya por entonces le cambiaban regularmente el vino, cuando mandaba pedir. Le compraban del barato y en complicidad con la empleada se lo trasvasaban a una botella del fino, con la etiqueta planchada para que pareciera nuevo. Y él, que parecía no darse cuenta. Un día lo llevaron a tomar el té con las amigas de su mujer, para mostrar que ya era un tigre cabal, no como era antes. Estaban todas maravilladas. Ni una sola vez había movido la cola, otrora tan volátil, lo bien que agarraba las masitas, así, con las uñas bien paradas. Una maravilla de tigre, con los zapatos negros bien abotinados. No viene el mozo y les acerca un diario, para que lean las señoras. Como el infeliz estaba nervioso lo agarra él y se pone a leer el diario de punta a punta, pero al revés, de patas para arriba.
   
Si lo hubiera leído bien se habría enterado de que lo iban a hacer puré, pues hace rato ya que se venía diciendo. Fue el acabose y la princesa lloró desconsoladamente como un mes seguido. Lo mandaron al psiquiatra, que lo sometió a una cura para el estrés y se corrió la versión de que estaba perdiendo la vista, para morigerar el ridículo.
   
Se duda que lo hubieran conseguido. Tomaba cerveza light, deambulaba por internet y se dormía solo, en la pieza del fondo.
   
Un sábado se escapó y se fue a una lota, cerca de la Sociedad Española. Empezó a notar que la gente lo miraba raro. Se puso nervioso y la corbata le molestaba. Cuando salió vio escrito con aerosol en la pared de enfrente una  leyenda que decía "el tigre se la come". No lo pudo soportar. Se las agarró con un taxista que le había echado el auto encima: lo sacó de las mechas y le rompió la nariz, además de quitarle y aplastarle los anteojos. Ese incidente le trajo un sumario y problemas judiciales.
   
Con el tiempo se lo dejó de ver en la calle. Sólo lo sacaban los domingos cuando habían visitas importantes, ya en forma de paté. Paté de tigre. Qué rico paté, decían las viejas. No te queda más de ese exquisito paté de tigre? Si, tenemos para rato, decía la suegra gacela. Riquísimo, decían y se disputaban lo que había quedado del sagaz felino: un paté rosado, luminoso, hasta con algunos reflejos amarillos.
   
La versión llegó, inevitablemente, al  club de los osos, que tenían espías por todas partes y hace rato le tenían un hambre atroz a la gacela. Con el tigre ya tranquilo en su nuevo estado de paté, ella estaba más hermosa y seductora que nunca.
   
Se dicen varias cosas. Que hubo una fiesta familiar. Que se trató de la fiesta de compromiso de una de sus primas con un candidato a Concejal. El hecho es que cayeron a la fiesta los osos, que dicen que no estaban invitados, aunque fueron con un tatú carreta que sí. Parece que de entrada arreció el champaña. Y entre rumbas y boleros el oso bandera se puso medio denso por detrás de   la gacela. A un tero-tero que quiso quejarse lo tiraron de cabeza por la ventana y antes de que dieran las tres la cosa estaba fuera de control. Desbarataron la casa hasta no dejar ni una vajilla sana, sometieron a la gacela, a su prima y a las amigas de su prima de una manera atroz. Y el hecho de que los niños estuvieran en casa de unos amigos evitó que los pusieran en el horno.
   
No vamos a abundar en los detalles. Solo diremos que cuando llegaron la ley y el orden, ya bien pasado el mediodía, hubo que darle una inyección de Valium y cuarenta gotas de Sertal a la médico forense, pues el espectáculo que se presentaba ante sus ojos era inenarrable.
   
De cualquier manera, y a pesar de las continuas denuncias que hizo la viejita de la esquina, como los osos eran influyentes pronto se tapó todo. Al chancho del monte, pocos meses después, lo mandaron preso por evasión de impuestos.
   
Sin embargo el zorro hizo conocer  la noticia y en un pasquín de mala muerte la difundió hasta en los rincones más alejados de la selva salteña. Desde entonces, dijo el narrador, los tigres no salen ni por puta del monte y si bajan a la ciudad es para comerse a alguien.
   
Un profundo silencio nos embargó a todos y el Cuchi Leguizamón dijo, como para devolvernos el ánimo: "es que a los tigres no los envasa ni la Campagnola". Aunque todos sabíamos que sí, que alguna vez había sucedido.
   
Cuando salimos de aquel lugar ya estaba bien entrada la mañana y el Farjato Salim me dijo que tenía que escribir ese cuento, pero que era mejor que le pusiera por título "paté de tigre" y no "el tigre de la Campagnola". Seguía lloviznando tenazmente. Se ofreció a acercarme en un remis y yo le dije que no, que me quedaría por ahí.
   
Me fui caminando hasta el Mercado San Miguel. Entré en un cafecito y pedí un chocolate bien caliente. Me dijo la chica que ya había apagado la máquina. Cómo era eso, le pregunté, si recién estaba amaneciendo. Me contestó que no, que ya iban a ser como las ocho de la noche, que era el atardecer. Me quedé pensando, afuera seguían el frío y la llovizna. Le pedí entonces que me trajera un vino, en lo posible bueno. Saqué unas servilletas y empecé a escribir "lloviznaba empecinadamente en la ciudad de Salta...".


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