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Juan José Manauta

by - mayo 26, 2013



Juan José Manauta
La viuda de Schwank*



Se registraron dos momentos cardinales (fuera de su nacimiento) en la vida de Severo Caprile. Uno, cuando le remataron la chacra que heredó de su padre y que también había sido de su abuelo. El otro, cuando los compradores del predio (los acreedores hipotecarios), la firma Faruk Hermanos S.A., le ofrecieron en arriendo la misma chacra para que la cultivara. Estos dos sucesos tan contradictorios en apariencia produjeron en Severo Caprile cambios sustanciales y nuevas apetencias, entre otras, la que lo retuvo en la tierra donde había nacido.

Todo empezó cuando en los días del remate Guillermina Schwank perdió a su marido y eso le impidió comprar la chacra de Caprile, su vecino, tal como era su deseo, y en vida, el de su difunto esposo. El duelo la enclaustró durante tres días: primero, el de la muerte propiamente dicha de don Federico; segundo fue el del velorio y las exequias; en el tercero se realizó la subasta. Se presume que el llanto la recluyó en casa después de la inhumación. Al cuarto, ya de negro, la viuda de Schwank se presentó en la gerencia de Faruk Hermanos, y tras la compra de alimentos balanceados para sus gallinas y chanchos, pidió hablar con Santos Hermida, jefe de la sección inmobiliaria.


—Hermida, quisiera levantar la hipoteca de mi chacra.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—¿Por qué?

—Mi marido ha muerto y quiero heredarlo sin deudas.

—Por favor, señora, usted no tiene deudas.

—Las tengo —dijo la viuda de Schwank.

—Veamos —le dijo Hermida—: su hipoteca vence a fin de año y estamos en septiembre. Si cancela ahora, lo mismo tendrá que pagar los intereses del cuatrimestre que corre. Mejor dicho, los tiene pagos por adelantado.

—En realidad, y usted lo sabe, mi marido y yo queríamos comprar la chacra de Caprile.

—Lo sabíamos, señora de Schwank, pero no la compraron.

—¿Qué van a hacer con ella? —preguntó la viuda de Schwank—. No he oído decir que se propongan desalojarlo.

—Es claro que no, por ahora. No tan pronto. Caprile se irá voluntariamente.
Primero debe vender sus caballos y otras cosas, porque ha quedado un pequeño saldo. Una diferencia más técnica que real…

—Véndanmela.

—Hum.

—Yo me hago cargo del saldo —dijo la viuda con firmeza.

—La antigua chacra de Caprile no está en venta ni lo estará en los próximos cinco años, por lo menos.

—Tampoco he oído decir que ustedes puedan ni quieran explotarla. En cinco años el precio subirá inútilmente.

—Bueno… —aceptó Hermida.

—Está claro: política de empresa.

—Precisamente —volvió a aceptar Hermida.

La viuda de Schwank dio vuelta la hoja.

—Llevo unas chucherías. Pagaré a fin de mes, como siempre.

—Como guste —dijo Hermida—. La cuenta corriente sigue abierta y el tope se actualizará.

Esa noche Hermida tuvo un sueño atroz: Iba a pedir la mano de la viuda de Schwank, pero al llegar a la casa, la halló acostada con Severo Caprile. Caprile, tan luego él, desnudo y pegajoso, se interponía ante la viuda. No se había cuidado de cerrar la puerta del dormitorio y Hermida pudo ver cómo la viuda se revolvía eróticamente en el lecho y escondía la cara, tal vez avergonzada, pero sin ocultar su inmenso trasero blanco y su espalda cubierta de pecas, húmeda por los besos de Caprile.

Hermida sabía, como todo el mundo, que la viuda de Schwank mostraba sin rubor pecas en los hombros y algunas en la cara, pero jamás le había visto de espalda y menos el trasero. Estas revelaciones del sueño fueron muy inclementes y le provocaron sed. Se levantó, bebió agua fría, miró sus partes muy alteradas y se preguntó si serían dignas de Guillermina, de su descomunal trasero blanco. Prendió un cigarrillo dando por sentado que ya no soñaba, que se hallaba en su casa y no en la de Guillermina; se acostó de nuevo, pero con mucho miedo de volver a dormir y a soñar.

A fin de mes la viuda de Schwank vino a saldar su cuenta en los almacenes.

Después de cargar la camioneta con la provista mensual, pidió hablar con Hermida:

—Caprile no se ha movido —el luto realzaba la blancura de la austríaca.

—No hemos decidido qué hacer aún. No queremos violencia. Además, confiamos en Caprile —dijo el jefe de la sección inmobiliaria—. ¿Usted tiene alguna idea?

—Sí —dijo audazmente la viuda de Schwank—: ofrézcanle a Caprile su antigua chacra en arriendo para que la cultive.

—Hum… —Hermida inició una sonrisa.

—Yo daré mi aval.

—Caprile no tiene herramientas ni equipo adecuados.

—Tiene buenos caballos. Algo tiene —dijo la viuda.

—Aparte, me temo que tampoco le apasione el trabajo.

—Créame, Hermida —dijo la viuda—, que el trabajo de chacarero no es apasionante. Si lo sabré yo…

—Es cierto —dijo Hermida—, pero es el trabajo.

—Esa chacra ha sido de los Caprile por años. Yo lo he visto y nadie me ha dicho que hayan dejado pasar uno sin sembrarlo. Ahora Severo ha quedado solo.

—Y aquí estamos… —concluyó Hermida.

Sólo prolongaba una conversación. Sintió que le estaba faltando a su vieja y reconocida eficiencia, y que la firma le estaba pagando esos minutos perdidos. Todo el asunto había dejado de interesarle a él y a la empresa.

—Yo tengo herramientas y equipo de sobra; comprado aquí.

Hermida no había vuelto a soñar con la viuda, pero no conseguía espantar de la memoria la desnudez insolente y pringosa de Caprile y lo que daba por cierto y palpable: la espalda pecosa y el albo y robusto trasero de Guillermina. Algo le decía que esos tópicos no estaban lejos de la realidad, o que la realidad, en algún punto, se parecía a su sueño.

—Está bien —dijo Hermida—. Le haremos una oferta a Caprile.

Lo dijo sin pensar, en una especie de arrebato. Después vio que no estaría mal tener a la viuda más cerca y conforme: clienta de la casa, garante de Caprile (aquí el sueño nefando acometía); nada mal verla más seguido; verla salir de su oficina moviendo sus indecibles glúteos y sentir allá abajo la interrogación no satisfecha de sus partes, ya casi decididas a arriesgar con la Schwank.

El intervalo entre el remate y la oferta de Faruk Hermanos duró tres meses. Caprile, sin apuro por irse y sin vehementes deseos de quedarse, se dedicó a lo que había hecho siempre: esperar. Es cierto que había cortado el pasto y lo había cortado bien, pero no lo emparvó. Lo dejó engavillado, en el campo, sin temerle a las lluvias de primavera.
Guillermina Schwank podía ver todo eso desde su casa y no dejaba de hacerlo. Venían nubes del Este, y ella sí decidió. Caminando llegó hasta la tranquera de Severo Caprile. Allí estaba él, en lo suyo.

—¿Por qué no emparva, Caprile?

—Pensando estaba en ir a pedirle prestada una horquilla.

—Pero ahí tiene una. Clavada en el campo. Desde aquí la veo.

—Ah no. A ésa no la puedo tocar. La tengo así para que no llueva, y el tiempo no promete nada —dijo Caprile, mirando al cielo.

—Lluvia promete —dijo la viuda.

—Lo que digo. Pero mi horquilla vieja le ha resistido al agua y hasta me va a dar tiempo de emparvar, si se descuida. ¿Gusta pasar?

Guillermina siempre había pensado que Caprile era un hombre gentil e imprevisible. Con el difunto Federico habían compartido la idea de que se podía contar con él, que su vecindad era estimulante.

En cuanto a la vieja casa de los Caprile, «lo mejor (para no mancillar la buena opinión) será quedarse afuera», si es que la maleza del patio y el jardín en ruinas, como la pintura ya leonada de las paredes exteriores, adelantan algo de lo que podría hallarse adentro.

—Bueno —se arriesgó—, tomaré unos mates sólo porque es sábado.

La casa, adentro, estaba arreglada, y la cocina, limpia; el fuego, encendido, y sobre él, una pava grande; a su lado, una más chica. Todo decía que el mate los estaba esperando. «El tino y la magia de Caprile. No le apasionará el trabajo ni será muy emprendedor, pero sabe contemplar a la gente.»

—¿Por qué no se ha casado, Caprile?

—Eh, espero —no necesitaba decirlo.

—¿Espera a alguien? Digo, como la casa está tan aseadita y prolija.

—No crea. Es así no más. No espero a nadie. Los del turco Faruk quisieran que me vaya. Tienen su razón. La chacra ya no es mía. Mañana domingo, si usted me presta la horquilla, voy a emparvar. Les alquilaré la enfardadora, y a otra cosa… A ellos los estoy esperando. Supongo que el lunes o martes. Resulta que el otro día viene Hermida y me dice: «Caprile, la viuda de don Federico Schwank nos ha sugerido que le arrendemos la chacra». Yo no les creo. No tengo por qué.

—Yo les he ofrecido mi garantía, Caprile.

Caprile solamente la miró. Sus mates eran buenos, gordos, espumosos: una galantería. Le daban ganas de hablar, de moverse a Guillermina Schwank. Por eso, de curiosa, caminó hasta el dormitorio principal.

Además del orden severísimo, olía a espliego. Caprile la siguió.

—Si llueve, la convidaré con tortas fritas —dijo Caprile—. Pero no, no tiene que llover hasta que yo no emparve.

—No lloverá, Caprile. Su horquilla vieja clavada en el campo no dejará que llueva.

Ella se quedó donde estaba, inmóvil, dándole la espalda, en silencio. Caprile se acercó, impuso las manos sobre los hombros pecosos y blancos de la viuda y la besó en el cuello.

—¡Cierre la puerta! —ordenó en su viejo estilo la viuda de Schwank.

Caprile no le obedeció. No le obedeció ni cuando estuvieron desnudos y abrazados en el amplísimo lecho de sus antepasados…

Mucho después se levantó Caprile, desnudo como estaba, porque oyó que alguien entraba en la casa. Antes había oído golpear las manos en la tranquera.

Era Hermida.

—Perdone la molestia, Caprile. Vine caminando desde el pueblo y me ha dado sed. ¿No me daría un vaso de agua fría?

La puerta del dormitorio principal había quedado abierta.


[*] De: Cuentos Completos, Universidad Nacional de Entre Ríos, Buenos Aires, 2006.

JUAN JOSÉ MANAUTA,  Novelista y periodista argentino, nacido en la ciudad de Gualeguay (provincia de Entre Ríos) el 14 de diciembre de 1919 y fallecido el 24 de abril de 2013 en Buenos Aires. De estilo realista, se dio a conocer con la novela Las tierras blancas, un relato emparentado con el naturalismo poético de Faulkner que tiene como escenario una zona estéril en la provincia de Entre Ríos. Ha publicado: Poesía: La mujer en silencio (1944); Novela: Los aventados (1952);  Las tierras blancas (1956);  Papá José (1958); Mayo del ´69 (1995); Colinas de Octubre (1995); Cuento:  Cuentos para Doña Dolorida (1961); Los degolladores (1980); Disparos en la calle (1985);  El llevador de almas (1998); Cuentos Completos (2006).

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