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Federico García Lorca | Jardines

by - mayo 26, 2013


















Jardines  es un capítulo extraído de Impresiones y Paisajes, la obra escrita en prosa lírica por un joven Federico García Lorca de 20 años. El libro es una colección de capítulos en prosa lírica inspirados en cuatro viajes realizados por el poeta y dramaturgo granadino entre 1916 y 1919, por tierras de Castilla, León y Galicia junto algunos de sus compañeros de la Universidad de Granada y su profesor Martín Domínguez Berrueta, quien le animó a escribir el libro. El conjunto de capítulo de Impresiones y Paisajes son eso mismo, anotaciones de impresiones de viaje y descripciones de los paisajes visitados por el poeta.  Los textos se publican parcialmente en esos años en algunos periódicos y revistas de provincia. La edición en libro se publicó en 1918 por la Imprenta de Paulino Ventura Traveset, con cubierta del pintor Ismael Gómez de la Serna y se la dedica el poeta a su primer profesor de música, Don Antonio Segura Mesa. La obra fue publicada en abril de 1918 a expensas del padre del poeta, quien quemó la mayoría de los ejemplares decepcionado por su fracaso de ventas. Casi ningún ejemplar de esta primera edición de la obra de García Lorca ha sobrevivido, se conservan solo cuatro copias en instituciones, una en España y tres en Estados Unidos. Como nota curiosa, señalemos que uno de los pocos ejemplares que se salvaron de la destrucción, fue subastado recientemente en Bonhams de Londres por 7 mil 500 libras.  Impresiones y Paisajes es un libro plenamente juvenil, que García Lorca siempre consideró ajeno al resto de su producción literaria. Siguiendo este criterio, Guillermo de Torre no lo incluyó en las Obras Completas del poeta para la Editorial Losada hasta fechas muy tardías.

La Redacción




A Paquito Soriano. Espíritu exótico y admirable.

Son muy vagos los recuerdos de los jardines... Al pasar sus umbrías la melancolía nos invade... Todas las melancolías tienen esencia de jardín... La hora del crepúsculo, hace palpitar a los jardines con temblores de matices tenues que tienen toda la gama del color triste... Tras las marañas oscuras de la yedra, revive el espíritu de la mujer que nos persigue..., y entre la plata melosa de la fuente y la intranquilidad constante de las hojas pone nuestra fantasía las visiones espirituales de nuestro mundo interior que hace brotar la maga sugestión del ambiente. Parece que los jardines se hicieron para servir de relicario a todas las escenas románticas que pasaran por la tierra. Un jardín es algo superior, es un cúmulo de almas, silencios y colores, que esperan a los corazones místicos para hacerlos llorar. Un jardín es una copa inmensa de mil esencias religiosas. Un jardín es algo que abraza amoroso y un ánfora tranquila de melancolías. Un jardín es un sagrario de pasiones, y una grandiosa catedral para bellísimos pecados. En ellos se esconden la mansedumbre, el amor, y la vaguedad del no saber qué hacer... 

Cuando adquieren las alfombras húmedas del musgo, y por sus calles no avanzan sombras de vida, los habitan las sabias serpientes bailarinas de las danzas orientales que andan voluptuosas por los macizos abandonados. ¡Cuando pasa el Otoño sobre ellos tienen un gran llanto desconocido!... ¡Jardines de tísicos que se morían de lejanías brumosas en los poemas de antiguos poetas fracasados!... Los otros jardines, los del amor galante, llenos de estatuas mórbidas, de espumas, de cisnes, de flores azules, de lujurias escondidas, de estanques con lotos rosa y verde, de cigüeñas perezosas y de visiones desnudas, encierran toda una vida de pasión y abandono al destino... ¡Jardines para el olvido, y para las almas sensuales!... y los que son un bloque verde con secretos negruzcos en donde las arañas tendieron sus palacios de ilusión..., con una fuente rota que se desangra lentamente por la seda podrida de las algas..... ¡Jardines para idilios de monjas enclaustradas con algún estudiante o chalán caminero! ¡Jardines para el recuerdo doloroso de algún amor desvanecido! 

Todas las figuras espirituales que pasan por el jardín solitario, lo hacen pausadamente como si celebraran algún rito divino sin darse cuenta..., y si lo cruzan en el crepúsculo o en la luna, se funden con su alma. Las grandes meditaciones, las que dieron algo de bien y verdad, pasaron por el jardín. Las grandes figuras románticas eran jardín... La música es un jardín al plenilunio. Las vidas espirituales son efluvios de jardín. ¡El sueño! ¿Qué es sino nuestro jardín?... 

En la vida que arrastramos de atareamiento y preocupaciones extrañas, pocos son los que se espantan de pena y delicadeza ante un jardín..., y los pocos que nacieron para el jardín son arrastrados por el huracán de la multitud. Van pasando los románticos que suspiran por la elegancia infinita de los cisnes... En los crepúsculos están solos los jardines. El sudario gris y rosado de la tarde los cubre, y contados son los que escuchan su canción. 

I
Jardín conventual


Está mudo y silencioso. Todos los colores son tímidos y castos. Entre las malezas descuidadas nacen margaritas menudas y flores silvestres... En las veredas que ha mucho tiempo nadie cruzó, las arañas tendieron sus hilos plateados... Algunas veces se levanta el suelo cubierto de manchas verdes, de musgos, y humedades semejando el lomo de algún gigante reptil... La fuente está rota y seca. En una esquina, entre hierbas oscuras y girasoles marchitos, mana el agua pausadamente, escurriéndose por el yerbazal hasta perderse al pie de los árboles. Este jardín retrata la gran tristeza del convento. 

Por las galerías achatadas y pobres pasan las monjas con sus pardos sayales... Sólo hay un rosal en todo el recinto, que cuida una novicia que todavía no ha tenido tiempo de entristecerse... Está en una recacha del claustro, junto a un laurel. Sus rosas adornan la Virgen ingenua durante el mes de Mayo. 

Hace tanto frío en el jardín que todo se seca... 

Tiene calmas hermosas y eternas al ruido de los rezos gangosos y aflautados y al sonar del maravilloso órgano... El convento no tiene campanas... Es siempre otoño en este jardín. Las alegrías vibrantes de la primavera, y la fastuosidad brillante del verano, no entran en él. 

La umbría fuente que le anima y el cielo de piedra que le abruma, hacen que el jardín esté siempre en la tristeza amarga del otoño. Si hay un color es un verde apagado, si hay flores son amarillas o ligeramente azules... No hay ventanas en el claustro... El jardín ve todas las procesiones de las religiosas. No hay tampoco ciprés. Las ramas del laurel penetran retorciéndose, por una ventana. Entre la hierba y cerca de donde mana el agua, se pudre la cándida escultura de un santo padre de la Iglesia, que las monjas arrumbaron por inservible. Dominando al jardín surge en los aires la monstruosa torre de la Catedral de la ciudad, que guarda y mira al convento. Unas enredaderas fuertes están bordando caprichosamente en las paredes del patio... Por la fría desnudez de los claustros pasa una monja sonando una campanilla. 

II
Huertos de las iglesias ruinosas


A la salida de las sacristías húmedas donde hay altares derrumbados, cómodas negras, y espejos borrosos están los huertos humildes y desaliñados. 

Casi siempre son cementerios antiguos cubiertos de hierba, en los cuales algún ama de cura plantó rosales y enredaderas. Son húmedos a pesar de tener sol. En los rincones viven reptiles. Por un ventanal roto de la iglesia, llega el vaho religioso del incienso. Nadie los cuida, y si los cuidara, la maldición antigua los llenaría de ortigas, de cicuta, de hongos, y de otras plantas venenosas... Todos ellos son grandes, con las paredes de piedras oscuras, por las que trepan rosales de té, madreselvas y enredaderas de yedra... Tienen bancos de capiteles medio enterrados, y sombrajes de arcos cubiertos de espigas y amapolas. 

Una fuente rota medio enterrada en las yerbas canta alguna vez, cuando hay exceso de agua en la ciudad. Están llenos de higueras, de manzanilla, de hinojos, de dompedros. 

En algunos hay lápidas funerales con nombres borrados arrinconadas en algún sitio maloliente; en otros hay palomas de toca que cuidan los hijos del sacristán, y perros encadenados que quieren morder; en los más hay charcos de humedad y tapiales con guirnaldas de boca de león. 

En los laureles hay hilos de plata casi invisibles, chorreones de agua incrustada..., y en las esquinas que nadie pisó, hay rosales blancos a medio secar. 

En estos lugares de abatimiento, suele haber entre las tramas verdes de enredaderas, portadas antiguas, hoy tapiadas, que tienen en hornacinas deshechas, santos carcomidos que llevan sudarios de musgo, penachos de yerbas, y que bendicen rígidamente con una mano crispada. 

Algunos de estos huertos perdieron su carácter grave al cubrir sus paredes con enredaderas..., pero en otros que están completamente desnudos..., se ven dibujadas en las paredes las arquerías de los nichos, y alguna cruz de hierro enmohecida por los años, que se retrepa lánguidamente en las yerbas de los suelos. 

Otros, de las iglesias de los arrabales, se abren a los campos vibrantes de color... En muchos, las yedras y los rosales se asoman ansiosos por las tapias, y caen después dulcemente... Entre las piedras se abrazan los beleños, las rudas, las adormideras, los lirios, las espigas del diablo... 

Algunas veces la tierra eleva su desnudez de flores, para piedra con dibujos raros, quizá algún trozo de friso desaparecido, que se derrite plácidamente al sol...., y así todos... Raros serán los que tengan rosas frescas y lozanas, y fuentes limpias con peces de colores. 

III
Jardín romántico


Se están perdiendo los jardines españoles. El parque inglés recortado y simétrico los suple... Sólo de vez en cuando, al pasear por un camino desierto que conduce a sitios humildes, nos encontramos uno de estos jardines desiertos y umbrosos. 

Toda el alma romántica y galante del siglo dieciocho latente por las avenidas. El jardín quiere a la dama pálida y al caballero poeta. Jardines crepúsculos de aquella edad sentimental y dramática. Jardines nebulosos que tanto hacen sufrir a ese gran poeta de niebla que se llama Juan Ramón Jiménez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

Estaba solo el jardín. Entre las olas verdes de los arrayanes descuidados, levantaban sus varas florecidas las malvarrosas rosas y blancas. En el centro del jardín se alzaba la cúpula verde de la glorieta cubierta con un rosal de té. En su interior una mesa de piedra negra está llena de hojas secas. Los bancos están hundidos en el suelo mojado, y una cascada de yedras quiere taparlos... Más allá y sobre su pedestal deshecho una estatua borrosa de Cupido lanza eternamente su flecha fatal, de la cual penden enredaderas y telarañas... En las esquinas del jardín están las fuentes. Son pequeñas y elegantes, con las tazas verdinegras por las que chorrean las algas como cabelleras de medusas ahogadas en el agua verde y podrida... Casi no se ven entre los arrayanes, que al no ser cuidados tomaron bríos salvajes... No suena nunca el agua en el jardín..., sólo en las noches las acequias de los campos cantan a lo lejos. No tiene pájaros el jardín, sólo algún búho legendario se ríe cuando no hay luna, sobre un limonero entre sombras. 

En un rincón, junto a una fuente, se deshace una estatua de Apolo, que aterida de frío se tapa entre los rosales... 

Hay un verdadero bosque de cipreses. Diríase a lo lejos que era aquello un cementerio viejo... Entre los macizos, entre las retamas de las gallumbas, en las avenidas cortas y tristes, los cipreses elevan sus tragedias melódicas... Hasta la lírica leyenda del ruiseñor perdió el jardín. ¡Hace tanto frío y hay tanta tristeza en el ambiente!... Luego la casa, porque el jardín tiene una casona al lado. ¡Qué pena tan intensa la fachada sin los cristales en los balcones para que el poeta los pueda cantar en los crepúsculos, cuando son espejos de rosas y granas! ¡Qué amargura la casona deshabitada con un jardín raro sobre el tejado! 

En una esquina de la casa está el balcón de siempre, el balcón que hace años no se abrió, el balcón que todavía lloran los poetas que han dado en llamar cursis... No se siente ya el clave. Es otra luna la que ilumina el jardín. 

Nota el poeta un derrumbamiento interior. No hay manos blancas sobre el teclado, ni palomas que se posen en los hombros de la eterna ella, ni escalas pendiendo del balcón, ni tempestades de amor en el jardín... 

El poeta pasa sus manos por la cabeza y ve que ha perdido la melena, extiende los brazos entristecido y observa que lleva puños de charol. 

El ensueño del jardín se está borrando. Se caen de viejos los eucaliptos, las divinas mimbres lloronas se han secado..., sólo los cipreses que son románticos testarudos guardan la virginidad antigua del jardín. En los tapiales se abren grandes rejas voladas que dan al camino. Las flores silvestres se mezclan entre los floripones distinguidos y aristocráticos. 

Pronto desaparecerá el jardín. Hay que borrar las obras de los otros siglos... Es triste... Pero la fiesta galante cesó. Las carrozas frías de la muerte se llevaron a los caballeros y a las damas antiguas al otro reinado..., el estanque se cegó y los cisnes se los comieron fritos un día de hambre los sucesores de aquellas familias maravillosas. Son otros cisnes los de hoy... La barca de plata que surcaba el lago fantástico se hundió llevando a bordo una fiesta blanca de enamorados tímidos. Los pastores se convirtieron en bestias salvajes. La marquesa Eulalia cesó de reír. ¡Es irremediable! Primero desaparecieron las ninfas. Luego desaparecieron las marquesas y los abates, ahora quizá morirán los poetas ... 

Las columnatas se deshicieron como se deshacen las glorietas y las estatuas junto a los rosales... La historia de la doncella raptada, que después se mete a monja en las Claras, se perdió para siempre . . . . . . . . . . . . . 

En una avenida del jardín y entre aperos de labranza, juegan unos niñitos preciosos, harapientos, haciendo pedazos un librote enorme que tiene pintados caballeros y señoras dieciochescos..., una parodia del martirio de San Bartolomé Huguesco..., más allá la madre cansada y deshecha por el hambre, remendaba la ropa sentada al sol. Había silencio en el jardín ... 

Por la puerta principal entraron dos jóvenes. Uno de ellos comenzó a gritar entusiasmado. ¡Aquello era hermoso!... Él se sentaría allí a soñar un rato..., pero el otro joven que llevaba en la mano un odioso libro de estadística, exclamó extrañado: "¡Pero, quieres no ser tonto! ¡No comprendes que este sitio es muy antihigiénico!... Vámonos"..., y se fueron... No tiene remedio, la fiesta pasó ya por aquí y no volverá más... Se murió el madrigal cuando nació el ferrocarril. Los suspiros amorosos por alguna estrofa apasionada, los lemas galantes en las botonaduras, las serenatas de laúd, se fueron con su siglo... Las sedas, los encajes, los jarrones, los camafeos, se hundieron para siempre. Sólo nos quedó vivo de la época el jardín..., que es el cementerio de todo aquello..., guardado por cipreses..., con fuentes que aún conservan agua de la época, con estatuas que se están borrando por no contemplarnos..., con casas que tienen balcones cerrados . . . . . . . . . . . . . . 

Pasó otro romántico por la ventana y se quedó mudo de admiración. Entornó los ojos como ensoñando sobre el jardín..., pero en seguida se fue. Tenía que ir a la oficina... Los niños de la avenida seguían en su obra destructora..., y su madre cantaba amablemente... 

"¿Es de ustedes este jardín?"..., y ellos respondieron: "No señor, es de la señora marquesa..., pero como es tan buena nos lo ha dado para que plantemos una huerta". "¡Qué infamia! ¡Qué lástima de jardín!"..., exclamé yo..., "¡Cómo se ve, me dijo la madre, que usted está bien comido! ¡Si viera usted lo poco que ganamos!..., ya así, convirtiendo este jardín en huerta, venderemos lechugas y coles en la ciudad, y podrán comer algo más mis hijos"... Los niños, escuálidos, seguían su tarea..., la madre suspiró: "¡Qué ganas tengo que no se estile comer!"..., "¿Sabe usted lo que le digo? hablé yo, que está muy bien desaparecido el jardín"... 

...Es irremediable, la fiesta pasó... Verlaine llora y Eduardo Dubus está sonando su violín negro... Pronto el arado estará en las maravillas umbrosas del jardín... Es irremediable. 

IV
Jardín muerto


Cae lluviosa la mañana sobre el jardín... Al final de una cuesta fangosa y junto a una cruz verde y negra por la humedad, está la puerta de madera carcomida, que da entrada al recinto abandonado. Más allá hay un puente de piedra gris, y en la distancia brumosa una montaña nevada. En el fondo del valle y entre peñas, corre el río manso tarareando su vieja canción. 

En una covacha que hay junto a la puerta, dos viejos con capas rotas se calientan a la lumbre de unos tizones mal encendidos... El interior del recinto es angustioso y desolado. La lluvia acentúa más esta impresión. Se resbala con facilidad. En el suelo hay grandes troncos muertos... Las paredes altas y amarillentas están cruzadas de grietas enormes, por las que salen las lagartijas, que pasean formando con sus cuerpos arabescos indescifrables. En el fondo hay un resto de claustro con yedra y flores secas, con las columnas inclinadas. En las rendijas de las piedras desmoronadas hay flores amarillas llenas de gotas de lluvia; en los suelos hay charcos de humedad entre las hierbas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 

No quedan más que las altas paredes donde hubo claustros soberbios que vieron procesiones con custodias de oro entre la magnífica seriedad de los tapices... 

Una columna se derrumbó sobre la fuente, y al celebrar sus bodas de piedra el musgo amoroso los cubrió con sus finos mantos. Por los huecos de un capitel yacente asoman hierbas menudas de verde luminoso. 

Las plantas se abrazan unas con otras, la yedra cubre a las viejas columnas que aún se tienen en pie, el agua que rebosa de la fuente, lame al suelo de piedra que hay a su alrededor y después se entrega a la tierra que se la bebe con asco... La restante se pierde por un agujero negro que se la bebe con avidez. 

Hay cortinas recias de telarañas, los helechos cubren los bancos de piedra... Se oye un continuo gotear..., es el agua que llora las tristezas de nuestro jardín. Nada hay nuevo en el recinto..., hasta el agua es siempre la misma..., penetra por el suelo y vuelve a salir por el mascarón de la fuente. 

No se puede andar porque las plantas trepadoras se enredan en los pies..., parece como si el genio oculto del jardín, quisiera retener algo vivo entre tanta desolación y muerte... Detrás del resto de claustro hay un panteón. Han desaparecido los sepulcros..., sólo entre penumbra y telarañas unas letras borrosas hablan una inscripción en latín... No se distinguen más que dos palabras, una que dice Requiescit y otra Mortuos... 

La lluvia arrecia y cae sobre el jardín produciendo ruido sordo y apagado... Unas hojas grandes se estremecen suavemente y entre ellas asoma su cabeza aplastada un gran lagarto..., que sale corriendo a esconderse entre unas piedras. Deja el rabo fuera y después se introduce del todo... Las hierbas que el peso del lagarto inclinó, vuelven perezosamente a ocupar su primitiva posición... Con el aire todas las flores amarillas tiemblan y se sacuden del agua que tienen entre sus pétalos... Hay caracoles pegados en los muros... El tiempo fue despiadado con este jardín; secó sus rosales y cinamomos y en cambio dio vida a plantas traidoras y malolientes . . . . . . . 

No cesa la lluvia de caer. 

V
Jardines de las estaciones


Son raros y pobres. Tienen acacias y están cercados de empalizadas negras... Quieren ser estos jardines sitios de reposo agradable y de quietud..., ¡pero cuántas miradas inquietas y nerviosas se posaron sobre ellos!... Siempre el jardín ha sido un lugar de melancolía reposada. El eterno silencio de los jardines que cantan los poetas..., pero un jardín de estación es un estío de inquietud. Pasan muy rápidos por nuestros ojos y nosotros siquiera los miramos... Cuando se viaja se tiene puesta la imaginación en un sitio muy lejos y no nos llaman la atención. Todas las plantas están mustias. Los bojes recortan los macizos, de donde salen enredaderas de campanillas que trepan por la pared... El verde general del jardín tiene un marcado matiz negruzco... El humo fue dando sus tonalidades sombrías a los ramajes. En algunos hay un parral raquítico sostenido por alambres. 

Al lado está la cantina. Todos los restos alcohólicos de ella se vuelcan en el jardín. Estas flores están regadas con vino maloliente. 

Pasan los trenes rápidos y el jardín que sueña con una soledad de sonidos agradables oye los silbatos potentes de las locomotoras, el resoplar solemne del vapor y el chirriar de cadenas y ruedas. Estas flores y estas acacias, no están en el ambiente que sueña su forma. 

El jardín ve pasar muchos ojos parados y soñadores que lo contemplan inconscientemente. Se mueven las plantas dulcemente con las ráfagas fuertes de las locomotoras. 

Por las noches unos faroles de luz amarillenta perdida, los alumbran fúnebremente. 

Uno de estos jardinillos humildes y encarbonados tenía un rosal de té. Era casi un milagro de elegancia floral aquella planta en medio de la desolación que la rodeaba..., pero las rosas delicadísimas al abrir la maravilla topacio de su color, el carbón y los humos las envolvían, poniéndoles negros disfraces. 

Sin embargo, se notaba que aquello era un rosal de té... Pero un día al pasar por la estación, estaba el rosal transformado. Unas manchas negras horribles, cubrían las flores delicadas y olorosas..., era que la cantinera había volcado sobre el rosal los restos de haber hecho café... Una niña me preguntó sorprendida: "¿Qué flores son aquéllas?"..., y yo le contesté tristemente: "¡Rosas! Hija mía, ¡rosas!"... Después el tren se puso en marcha.





[*] «Jardínes» está tomado de la primera edición del libro Impresiones y Paisajes publicado por la Imprenta de Paulino Ventura Traveset, [Granada: 1918].

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